Tiende la cama. Es domingo y los demonios de la ansiedad laten en silencio debajo de la tierra, como si sólo haciendo ruido pudieran aterrorizar. No es tarde ni temprano, simplemente el borde de un día tranquilo que tiene que desembocar en la certeza de un lunes, sin que haya beso que valga para evitarlo. Tiende la cama y luego se mete en ella, La espera, la abraza, la hace dormir. La salva de vivir una noche como todas, leyendo o escribiendo hasta tarde, buscándose el ritmo en el espejo o el reposo enroscada en sí misma.
¿Afuera qué pasa? En la escalinata del museo treinta personas y el Viento dibujan. En alguna calle muere alguien sin haber sospechado que ese día sería el último. En la casa del otro lado del jardín un hombre mira el juego de beisból y comparte lo que tiene. Afuera el asfalto se deshace en hoyos de lluvia y en los estacionamientos las llantas de los autos se endurecen un poco más, porque saben que al amanecer estarán en una carrera tan lenta que puede desalentar cualquier deseo de vivir.
Pero adentro están la oscuridad, la ternura, algo hecho de ritmo lento y deseo, confianza, calor y huesos que embonan ‒tal vez‒ demasiado bien; alientos liberados de palabras y labios que encienden sin querer. Adentro están los dedos entrelazados y una calma que invade hasta que la conciencia se disuelve en historias de árboles y niños. El despertador suena aunque todavía está oscuro. Y hay la prudencia para apagarlo y seguir así, minimizando el espacio entre cuerpos, caer dejar que la unidad siga muchos minutos más, tantos como se pueda antes de salir.
Como los besos en el cine, a veces sucede el milagro del cuidado.
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