lunes, 27 de septiembre de 2010

Cuidado

Tiende la cama. Es domingo y los demonios de la ansiedad laten en silencio debajo de la tierra, como si sólo haciendo ruido pudieran aterrorizar. No es tarde ni temprano, simplemente el borde de un día tranquilo que tiene que desembocar en la certeza de un lunes, sin que haya beso que valga para evitarlo. Tiende la cama y luego se mete en ella, La espera, la abraza, la hace dormir. La salva de vivir una noche como todas, leyendo o escribiendo hasta tarde, buscándose el ritmo en el espejo o el reposo enroscada en sí misma.

¿Afuera qué pasa? En la escalinata del museo treinta personas y el Viento dibujan. En alguna calle muere alguien sin haber sospechado que ese día sería el último. En la casa del otro lado del jardín un hombre mira el juego de beisból y comparte lo que tiene. Afuera el asfalto se deshace en hoyos de lluvia y en los estacionamientos las llantas de los autos se endurecen un poco más, porque saben que al amanecer estarán en una carrera tan lenta que puede desalentar cualquier deseo de vivir.

Pero adentro están la oscuridad, la ternura, algo hecho de ritmo lento y deseo, confianza, calor y huesos que embonantal vez demasiado bien; alientos liberados de palabras y labios que encienden sin querer. Adentro están los dedos entrelazados y una calma que invade hasta que la conciencia se disuelve en historias de árboles y niños. El despertador suena aunque todavía está oscuro. Y hay la prudencia para apagarlo y seguir así, minimizando el espacio entre cuerpos, caer dejar que la unidad siga muchos minutos más, tantos como se pueda antes de salir.

Como los besos en el cine, a veces sucede el milagro del cuidado.



"Superficies del deseo" en el MUAC-UNAM.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Renuncia de ciudadanía

Nunca había temblado por algo que no fuera sexo afiebrado, frío o encuentros delirantes. No creí que podría derrumbarme a la mitad de los caminos violentos que recorro cada día y perder de una vez por todas la conciencia. Haber vivido la posibilidad me hace un poco más blandos los huesos y un punto más grandes los ojos.

La ciudad se me metió en la sangre por fin y esa es la señal para echar a caminar por otras partes del mundo. Sólo queda la pregunta obvia de si la ciudad no soy yo misma, llenándome el aire de humo turbio, imponiéndome el ritmo insostenible de los motores y traicionándome sin razón en cada esquina. Intuyo que nacer aquí te deforma irremediablemente el alma, que siempre voy a traer el hormigueo a cuestas.

Pero empiezo a despedirme de todo aquello que rodeándome, conforma mi silueta. Ya no quiero perder más tiempo yendo de aquí a allá, ordenando a cada mirada lo que veo para no darme cuenta de los pordioseros, la basura y el odio; para no sentir, ante cada casa vieja, que visito sin llevar flores la tumba de la felicidad. Ya no quiero tratar de sacarle los colores al pasado y omitir el abandono, la incoherencia que hemos construido y vamos destruyendo mientras levantamos fantasías cada vez más tristes y precarias.

La ciudad que amo tenía tranvías y silencios. En ella uno podía perderse durante días y borrar los recuerdos de cierto crucero, seguir viviendo sin pensar en los amores que habitaban otras colonias y poseer el ritmo. Renuncio a la ciudadanía, necesito paz.





jueves, 9 de septiembre de 2010

Azul eléctrico

Te canto, sentada en el portal de mi casa que está dentro de la selva. Pasa el viento levantándome el vestido y no importa nada, estoy sola junto a las plantas que se desperezan, emocionadas de que la lluvia vaya siendo menos cada día. Veo un caracol y le dedico el siguiente bolero -espero que no te moleste-. "Negra, negra de mi vida, negra consentida, ¿quién te quiere a ti?". Dices, espero que tú, en mi mente, y me tiemblan las rodillas.

La tarde cae cada vez más tarde: el amanecer se retarda y sobre la iglesia de mi pueblo el azul eléctrico me hace pensar en el futuro cercano: este presente precario, hecho de disciplina y silencios, me gusta solamente porque tiene final programado. Hasta las promesas de la sangre me saben a brisa ligera que se olvida al amanecer. Lo único definitivo es este cuerpo, esta voz que se quiebra con amores que no ha vivido, esta descreencia por sistema que tiene el privilegio de la sorpresa.

Es otoño, logré llegar. Solamente en él hay este sol dulce dulce, que se resiste a largarse. Solamente en él me miro las manos y las encuentro hermosas sin acariciar a ningún hombre: esos otros y sus promesas de sirena ebria, sus realidades evasivas que explotan a media noche con violencia, sus poemas desgarrados remendados con hilos de plata, sus historias de verano junto al mar.

No quiero nada, quiero quedarme aquí, cantarte toda la tarde, platicar con las criaturas que no hablan y prolongar el zero hasta que ya no aguante más...




domingo, 5 de septiembre de 2010

Por qué amo los días de lluvia



Aún no cae la peor lluvia del año y sin embargo haciendo fila todos contamos las gotas, inmóviles, tendiendo un campamento inesperado sobre el segundo piso del periférico. Algunos cantan, otros caminan despacito por donde siempre se transita a noventa kilómetros por hora. Sin el refugio de la velocidad solamente somos un montón de personas que bajan de sus fieras a platicar, mientras la caída fina se nos mete en los cristales de los ojos. Los niños preguntan qué pasa, un poco nerviosos lejos de sus aparatos, y nosotros aventuramos hipótesis de muertes o inundaciones sobre el aire.

Pasa el tiempo, nos quedamos obervando la ciudad, alguien saca un suéter extra de la cajuela, el domingo es tan oscuro y hermoso como tus brazos. El agua juega con lo liso y lo poroso como yo con tus huesos y tus complicaciones. Los faros de freno nunca han sido tan intimidantemente rojos ni el silencio tan verdadero. Aquí no hay ruido que valga para deshacer el optimismo. Organizamos el regreso al origen, uno a uno vamos dando la vuelta en U, estamos inventando el sentido contrario, somos dioses emocionados y prudentes. Una señora dirige la operación; un hombre a mitad de los cincuenta sonríe y da voces firmes, indicaciones atinadas. Los demás somos soldados del ejército que escapa, disciplinado y afanoso.

Pero, para el desencanto general, llega la policía. Tres motociclistas solemnes nos indican que ya hay camino y vamos todos siguiéndolos, lentamente, como un cortejo de princesas o una expedición a tierra ignota, esperando poder verle la esquinita al desastre que nos hizo hablar como las personas de antes, creyendo que quizás valió la pena. Enciendo el motor y el segundo cigarrillo que me diste para volver a casa. Subo el volumen a la canción y con Willie Colón, me pregunto, "oh, qué será...".

Es la lluvia, mi vida, con tan poderosa magia, que hasta tiempo nos dio para jugar.