sábado, 25 de diciembre de 2010

25 de diciembre

Voy por líneas, una de derechos y otra de reveses. El tejido se aprieta, lo deshago, vuelvo a comenzar. En el estambre, como en todo, lo importante son los espacios. En la pantalla alguien habla de las siete reglas para mentir y engañar: pongo atención y me doy cuenta que cada vez somos peores embusteros, nos miramos y reímos porque esconderse es un arte viejo y fácil, hemos pasado años haciendo esto, jugando y escapando, tirando la piedra sin esconder la mano, despertando pasiones sin argumento y tristes finales.

Hace frío, te digo, como si supiera lo que digo. Me pongo una manta sobre las rodillas y trabajo justo en este día, cuando el mundo parece haber muerto: cada año es lo mismo, las mismas palabras transparentes, el mismo silencio que te permite respirar mientras los otros comen las sobras, ven películas o se sumen en el sopor del invierno subtropical.

Le pregunto a mi padre si se le cierran los ojos a los muertos para no horrorizarnos cuando miran al absurdo. Me sonríe con los ojos de "no-voy-a-contestar". En su cabeza está la historia de los ferrocarriles y de su boca sale una vía retorcida que llega hasta mis orejas. Vemos juntos no la película sobre Bob Dylan, sino la primera vez que fue posible transportar mercancías a largas distancias en poco tiempo. Nos pasan frente a los ojos generaciones de viajeros y la aceleración del mundo. No sé si alcanzó a oler las montañas de gardenias que se apilaban de madrugada en la estación de Buenavista, uno de los aromas que me dolió perder cuando mataron mi infancia.

Tú duermes y pienso en qué palabras decirte despacito para meterme en tus sueños. Tengo los dedos helados de tanto teclear y decido apurar el punto para entrar en la cama contigo, soñar al mismo tiempo y por un rato, olvidar.