martes, 24 de julio de 2012

Nuestro juego


Jugábamos a escondernos: yo te buscaba en el parque a medio día y tú, emocionada, corrías hasta la estación del metro en la que nos tropezamos la primera vez, llenándote la boca de chocolate mientras mirabas a los nómadas, adivinándoles la historia y el futuro. Con paciencia y amor por los desconocidos, hasta que uno de ellos era yo y estallabas en risas. Era una cuestión de resistencia visitar nuestros itinerarios y recuerdos, los lugares de las risas y los besos, los escenario de batallas teóricas con encuentros cuerpo a cuerpo, los rincones para escribir, nuestras pistas de baile y de locura.

Alguna vez me senté a esperarte a la orilla de una vieja fuente. Supe que era un lugar tuyo cuando miré los ojos vacíos de la estatua y adiviné los reflejos de los peces que ya no nadaban ahí. No podía fallar, era la clase de tristeza que te doblaba las rodillas. Llegaste después de varias horas, ya era de noche y me ayudaste a buscar las manos de las lavanderas y las risas de los niños viejos. Hablamos poco, quizás solamente para confirmar que los monumentos son siempre tumbas de una época que no fue mejor.

Pero ayer te busqué desde temprano, recorrí la ciudad como un gusano tenaz, reptando por su superficie pegajosa, sorteando el momento doliente de los oficinistas y el tiempo alegre y volátil de los adolescentes que salen del colegio. Cuando comenzó la hora familiar y el tedio colectivo, me decidí por las entrañas del mundo. Pero los caminantes silentes no tenían brillo; tu mirada no había convertido a ninguno en personaje: no estabas ahí.

Se me iban acabando los recursos. Quería llorar, llamarte por teléfono. Pero la regla era inviolable: no se podía hacer trampa. Si realmente queríamos vernos, teníamos que terminar encontrándonos. Empecé a creer que no habías salido y que estarías sobre la cama con tu libro, el pelo revuelto y los ojos enloquecidos:
uno de esos días en los que el mundo sólo te atraviesa con palabras y nada, ni siquiera el amor, puede distraerte del papel.

Entré en el primer bar que no pregonaba estilo y felicidad, con la idea de beber algo antes de regresar con mi derrota a casa. Y ahí, apoyada en una columna, con los brazos cruzados sobre ti misma y la cara iluminada por la alegría, te encontré. Toda tú olía aún a restos de agua. Acababas de llegar.




martes, 26 de junio de 2012

Un bosque

Entro en la sombra, busco la presa imaginaria, comienzo a correr. Persigo la silueta del verano que estampa de hojas la piel de los animales, acelero para convertir los árboles en una secuencia que pierda la unidad.

El calor aumenta y los músculos se dibujan en sudor; hay otros que se cruzan en mi camino, pero apenas son miradas que se oyen de paso. Sostengo el ritmo, soy la orden de búsqueda, sigo mis ojos, escucho su voz.


Me pierdo entre los árboles. La llama que soy por dentro iguala al calor del viento, el sol dibuja mi contorno pero he dejado atrás mi nombre, las cicatrices y el tiempo.  


Termina la canción. Dejo de correr. Regreso, sonriendo, a casa.


martes, 12 de junio de 2012

En el parque

Aquella tarde los palacios de cristal y los quioscos del siglo XIX temblaron con los hilos del aire. Los árboles dijeron esas palabras de follaje reservadas para los momentos más importantes de una historia que ignoramos. Los paseantes, en los botes de remos del estanque, sintieron frío aunque el sol tenía intenciones de seguir sobre la ciudad hasta las diez de la noche. Junto al agua, la  estatua del rey tembló en su columna: miró hacia abajo, buscando a sus leones de bronce y sus diosas de piedra para que le recordaran su antigua grandeza. Y es que, por un rato, solamente existió el cielo.