No hay que engañarse respecto a los símbolos de la Patria: cuando los conceptos están vacíos, sencillamente no forman parte de la realidad. Quizás recordemos una emotiva media asta, un colorido festival, un día de asueto por el que se trasminaba la alegría de no tomar clases. Incluso tal vez hayamos algunos ingenuos emocionados con la imagen de Juan Escutia envuelto en una bandera: un niño, un héroe, la encarnación de altos fines que ya nadie tiene en estos días.
Mi bandera a contraluz vale sólo como obstáculo de las nubes enardecidas, un segundo antes de la noche. Me estremece el cielo y su violencia, su perfecta belleza que tan sólo es y que puede ser sentida. Esa clase de amor es real, no el amor a un hatajo de papeles que proclaman que tú y yo estamos unidos por algo más que el dolor de la muerte como costumbre, la precariedad como condición de vida y la incomprensión como divisa moral.
Mi cielo vale más que la bandera, que vale menos que cualquiera de mis amores. No, no soy parte, no puedo sentirme representada, simbolizada en valores que jamás se ejercen. Quisiera, tal vez, sentir algo así. Pero no lo siento.
Mi bandera a contraluz vale sólo como obstáculo de las nubes enardecidas, un segundo antes de la noche. Me estremece el cielo y su violencia, su perfecta belleza que tan sólo es y que puede ser sentida. Esa clase de amor es real, no el amor a un hatajo de papeles que proclaman que tú y yo estamos unidos por algo más que el dolor de la muerte como costumbre, la precariedad como condición de vida y la incomprensión como divisa moral.
Mi cielo vale más que la bandera, que vale menos que cualquiera de mis amores. No, no soy parte, no puedo sentirme representada, simbolizada en valores que jamás se ejercen. Quisiera, tal vez, sentir algo así. Pero no lo siento.