Todas las palabras del mundo cayeron esa mañana en forma de cristales diminutos, sobre el suelo, cubriendo las piedras y los arroyos con una capa de conceptos granulados que se deforman con un ruido apagado ante nuestro paso, rumbo a la cúspide de un silencio que flota sobre el viento. Cada pisada es una sorpresa al fondo de 20 centímetros de letras apiladas en el orden del absurdo, tan puras como cualquier idea, en cuyo fondo yace una matita de pasto, una rama quebrada en la última tormenta, un abismo diminuto que nos hace temblar de miedo instantáneo.
Debajo de la blancura está el mundo y sobre ella nosotros, tratando de adivinar el curso del agua y la traza del sendero que nos lleve lejos de los autos y los caballos cargados de madera, de los pobladores que mascullan saludos y los niños abrigados construyendo muñecos de nieve sucia, mezclada con la tierra, aferrados al concepto del invierno sin mirar que es lodo lo que atesoran entre sus deditos.
Debajo de la blancura está el mundo y sobre ella nosotros, tratando de adivinar el curso del agua y la traza del sendero que nos lleve lejos de los autos y los caballos cargados de madera, de los pobladores que mascullan saludos y los niños abrigados construyendo muñecos de nieve sucia, mezclada con la tierra, aferrados al concepto del invierno sin mirar que es lodo lo que atesoran entre sus deditos.
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