Era triste caminar por aquel pasillo de la mano del compañero que iba regresando del sueño en el autobús: cabello revuelto, ojos húmedos, boca que se abre apenas para gruñir satisfecha. Luz fría hasta la línea de taxis, muros repletos de personas durmiendo, esperando la salida hacia ninguna parte, plásticos sobre las losetas grisáceas, cobijas de cuadros, rostros escondidos detrás de las capuchas de las sudaderas, los rebozos raídos, todo silencio. Caminamos por ahí sin aceptar del todo la conciencia de la realidad, respirando las respiraciones pesadas de los que duermen. Me preguntaba sus nombres, me asombraba la verdad de otros tan lejana a la mía, me imaginaba sintiendo los huesos de la espalda sobre el suelo, buscando cartones para mantener la temperatura, adivinando el futuro en tránsito.
Todos íbamos hacia alguna parte; algunos creían que sabían a dónde; otros, como nosotros, solamente se dejaban llevar por los puntos intermedios. Allá íbamos a encontrarnos un hogar provisional, casarnos en una cantina, salir de esta ciudad que no te deja mirar a los otros porque somos demasiados, estamos heridos o incompletos y buscamos, a veces desesperadamente, la posibilidad de la huída.
Todos íbamos hacia alguna parte; algunos creían que sabían a dónde; otros, como nosotros, solamente se dejaban llevar por los puntos intermedios. Allá íbamos a encontrarnos un hogar provisional, casarnos en una cantina, salir de esta ciudad que no te deja mirar a los otros porque somos demasiados, estamos heridos o incompletos y buscamos, a veces desesperadamente, la posibilidad de la huída.